Y parecía una cosa nimia. Hace un año, los revoltosos del 15M hicieron suya la reivindicación del colectivo de ciudadanos amenazados de desahucio por no poder hacer frente a su hipoteca; y, con sucesivas actuaciones, han conseguido instalar el problema en la agenda de periodistas, jueces y políticos. Ante la apatía o el escepticismo general, aquella pequeña bola creció hasta convertirse en un revulsivo social de primer orden.

Hipoteca, por David Yerga
La gracia ha estado, parece ahora, en que unos pocos comprendieron pronto que el problema de las familias desalojadas por no poder pagar las cuotas de su hipoteca, además de un horrible drama para los afectados, constituía una práctica abusiva de los bancos que ponía al descubierto diferencias de trato intolerables en el Estado social y democrático de Derecho que establece nuestra Constitución (Art. 1.1).
Es verdad que los más lentos, o los más sordos, solo nos percatamos de la verdadera dimensión del asunto cuando vimos juntos, en los mismos informativos, la tragedia extrema de personas para las que la opción de morir era más tolerable que la afrenta y la impunidad con la que los responsables del desaguisado bancario se retiraban a sus cuarteles de invierno con las alforjas repletas de sus sisas. Una doble vara de medir responsabilidades, un verdadero sinsentido, y una injusticia.
Al día de hoy, algunas cosas parecen haber quedado claras. Fiscales y jueces nos dan a entender que la práctica de poner en la calle a las familias que no pueden hacer frente a unos intereses de demora, establecidos unilateralmente por el banco, casa mal con el derecho constitucional a una vivienda digna. Y nos dicen que los pactos hay que respetarlos rebus sic stantibus, o sea, si se mantienen igual las condiciones en que se acordaron, y que si tales condiciones se alteran por causas no imputables a una sola de las partes lo justo es replantear lo de nuevo sobre bases más equitativas. Y que debería cambiarse una ley de hace más de cien años, cuando estas transacciones se consumaban en circunstancias bien distintas.
Es lo que piden los jueces, y es lo que acabarán haciendo los políticos.
Esto de las hipotecas es, ciertamente, un episodio más de la enfermedad que nos aqueja. Pero tiene un carácter ejemplar que no habrá pasado inadvertido a los visitantes del rincón. A los estudiosos y aficionados a la historia nos ha inquietado siempre una cuestión: ¿en qué momento y qué mecanismos hacen que la indignación, o el resentimiento, se conviertan en revuelta? Pues bien, esto de las hipotecas se presta a algunas reflexiones bien interesantes al respecto.