Cuidadosos análisis han comprobado que los niveles de estrés inducidos pueden rebajarse rápidamente usando iconografía campestre, o que un paseo por un entorno natural reduce la actividad del sistema nervioso simpático (excitante), el pulso, la tensión sanguinea y los niveles de cortisol en sangre (un indicador de estrés). La epidemiología demuestra que en el campo se dan menos casos de depresión y obesidad. Evidencia anecdótica de que otras enfermedades como determinadas alergias o el asma son más prevalentes en el entorno urbano se han comprobado; análisis realizados en Holanda concluyeron que hay una relación inversa entre la cantidad de parque a menos de un kilómetro de la casa de una persona y la probabilidad de que contraiga hasta 15 enfermedades comunes, como diabetes, enfermedades coronarias, ansiedad y depresión, asma, infecciones respiratorias y dolores de cabeza, musculares y óseos. Para algunas enfermedades el efecto era tan marcado como la diferencia debida a la edad. Los pacienes de hospital tienden a curarse más rápido cuando pueden ver un parque por la ventana. Realmente tener naturaleza cerca es terapéutico.
Y no debería ser extraño: mientras que las ciudades más antiguas conocidas no tienen más de 7.000 años de antiguedad, nuestros antepasados han vivido dentro del mundo natural desde hace millones de años. Nuestro cuerpo evolucionó en estrecho contacto con la naturaleza, y en grupos humanos reducidos, de quizá un centenar de individuos como máximo, todos conocidos. Vivir separados de árboles, praderas y ríos y mezclados con muchos miles de otros monos desnudos, la inmensa mayoría de ellos personalmente desconocidos, son condiciones a las que nuestro sistema biológico aún no ha tenido tiempo de adaptarse. Aunque existen evidencias de que por ejemplo el sistema inmunológico ha sufrido una rápida adaptación, debido a la enorme presión provocada por la rapidísima transmisión de enfermedades infecciosas en el entorno urbano. Tal vez con el tiempo Homo sapiens acabe por transformarse en Homo urbs.
De momento vivir en la naturaleza se ha comprobado que reduce la tasa de mortalidad a lo largo de toda la vida. Un estudio británico sobre más de 360.000 muertes de personas por debajo de la edad de jubilación a lo largo de 4 años (2001 a 2005) muestra que este efcto es particularmente intenso cuando se tienen en cuenta las variables socioeconómicas: vivir en el campo parece compensar las desventajas de la pobreza; en la ciudad y fuera de ella los ricos viven más, pero la diferencia entre ricos y pobres es mucho más pequeña en la campiña. Dado que por definición ser pobre estresa, es lógico que cualquier factor que contribuya a reducir el nivel general de estrés beneficie desproporcionadamente a los que menos tienen. De modo que para mejorar la salud de la población convendría tener más facilidades para vivir en el campo, y probablemente también mejores ciudades, con más naturaleza. A la larga acabaremos ahorrando en gasto sanitario, y seremos más felices.