Quizá ignoran, algunos de estos congéneres nuestros al menos, que con estas ideas, sentimientos o lo que sea, se aproximan a Descartes (para este filósofo, sólo los seres humanos poseen alma), con lo que saldrían un tanto laureados. Claro que no advierten que él llegó a esta conclusión tras no poca reflexión y lo hizo hace nada menos que trescientos años y un buen pico.

Un alcázar prisionero
Los aficionados a los toros no sé muy bien si quedarán incluidos entre los del párrafo anterior. Ven al toro como a un muñeco de trapo con que los niños juegan. El muñeco se tira, se aplasta, se arrastra y no le pasa nada. Igual ocurre -parecen suponer- con el toro. Incluso al muñeco se le salen sus “tripas” -de tanto jugar- y tan campantes, exactamente como le ocurre al caballo del picador. Puede que decir esto sea exagerado, pero el efecto práctico, su conducta, viene a ser como si así pensasen.
Otro tipo de humanos admite que los animales sienten y sufren y se compadece de ellos según las circunstancias. El caso extremo de esta posición (yo diría que un poco exagerado) es el de aquellos que se desvelan debido a que en su paseo por el parque han pisado inadvertidamente a una hormiga. ¿Cómo se han dado cuenta?, dirán ustedes. Van tan preocupados que han evitado el reguero de hormigas, pero no esa hormiga despistada.
Dando un paso más, hay otra categoría de, ¿los llamaremos también así?, humanos. Aquí entro en un terreno delicado, no sé si algún compañero de esta humana revista se sentirá incomodado. Pues no sólo las personas (buenas o malas) y los animales, también las plantas -según esta tercera corriente- merecen todo nuestro respeto. ¿Porque también padecen? Es más complicado que eso. Yendo más allá todavía, resulta que todo -incluyan ahí el mar y las montañas, la Tierra entera-, forman un ente al que hay que respetar. No sé si ente sensible, inteligente, omnicomprensivo; no me pregunten porque no he llegado a captar bien esta postura, esa teoría en la que una humilde margarita vale tanto como la hormiga de más arriba, o que el buen Descartes. Y no crean que escribo en broma, que yo respeto todas las posturas (o casi todas).
¡Caramba, casi he consumido mi espacio y lo que quería decir es bastante más breve!
Paseaba yo un día soleado, divagando y jugueteando con esas clasificaciones, cuando me he topado con la imagen que ven más arriba.
A mi mente han saltado, como un rayo, tres palabras: “¡un alcázar prisionero!”. Y luego, no sé por qué misteriosas sendas, he relacionado esta visión con los pensamientos anteriores. He tenido, espontáneamente, un cierto sentimiento de pena por este monumento tan preciado por segovianos y visitantes. Y no me he sentido incómodo por esa expresión: si he de sufrir al molestar a una amapola, ¿cómo no voy a sentir empatía con un alcázar preso? He comprendido la alegoría: el Alcázar está capturado en la mirada de tanto turista, tanta fotografía -¡la mía también!-, tanto comentario trivial. Me siento identificado afectivamente con un objeto inanimado, eso es lo cierto.
He comprendido, ya ven, que a lo mejor pertenezco al tercer grupo de gente. Y puedo decir, al modo de Unamuno: “¡me duele el Mundo!”