Pero las cosas son como son y no como nos gustaría que fueran. Así que yo pienso y creo en una verdadera comunión de cuerpo y alma, hasta tal punto de que, en mi opinión, son una sola cosa. Así que cuando desaparezca de este mundo, lo haré del todo (salvo en el pensamiento de los demás, si tengo esa fortuna que, por lo demás, yo ya no percibiré).
No obstante, el inventor (¿quién? ¿cuándo? No me apetece investigarlo ahora) de esa palabra, alma, con su significado bien concreto y al alcance de todos, al menos en nuestra cultura, nos presta una gran ayuda a la hora de expresarnos en nuestros hechos cotidianos, como voy a intentar hacer ahora.
Cuando estamos en la situación adecuada (detrás de una ventana, mirando; paseando por la calle; en el campo…), la lluvia abre en nuestra alma un canal más o menos profundo, pero cierto. Podemos no percibirlo, pero seguro que ahí está. Probablemente es una reminiscencia de nuestros más remotos ancestros, más expuestos que nosotros a su entorno.
Ese cauce que la lluvia, sin que necesite mojarnos, labra en el alma, tiene dos sentidos, hacia dentro y hacia fuera, que supongo que no se viven a la vez o, al menos, no he tenido esa experiencia nunca.
La lluvia puede provocar una manifestación gozosa de cierta euforia por sus bondades (para la sed, el campo…); por el revoloteo al chocar en el paraguas; por un sentimiento de alegría espontánea ante el contacto del agua (si se va sin paraguas, claro). No sé si habrá más motivos de este camino hacia fuera de nuestro yo (alma).
El otro sentido, de fuera (la lluvia con el paisaje o el contexto) hacia dentro, a mí (que quizá, lo admito, sea un tanto masoquista) me parece más sugerente. Y nuestra alma, entonces, se inunda de otro líquido que no es agua, que puede adoptar distintos nombres. Uno de ellos, una dulce melancolía, si se puede decir esto.
Esta mañana paseaba yo (con paraguas) y sentía una amable tristeza. A los que no acepten este oxímoron les aseguro que no miento, que existe tal cosa. Paseaba, digo, siguiendo la muralla de esta antigua ciudad. Enfrente, un pinar y, más allá la montaña, con su nieve blanca arriba y su negrura en los flancos. Y una luz medio opaca, aunque fuera el mediodía. Camino lento y pensativo. ¿En qué pienso? En todo y en nada. Siento. La lluvia mece mi alma (¡gracias, palabra!) y no sé si es para bien, pero yo lo acepto.
¿Y por qué melancolía y no alegría? Cómo voy a decirlo, cada uno es como es, como se ha hecho y le han hecho. Quizá las gotas de agua pendientes de las ramas que voy rozando inspiren cierta piedad, pobres. O quizá un verso de Unamuno que leía anoche se ha quedado prendido de mi alma: “cielo gris, lloviendo hastío”.
Quién sabe.
Yo sí creo en la existencia del alma, o como quiera llamársele. Te guste o no, Alejandro, lo que sí tiene alma es tu texto. Muy bello.
Hace poco leí (no me acuerdo dónde) un texto que se afanaba en desmarcar la melancolía de las connotaciones negativas con que se suele asociar la melancolía.
Estoy totalmente de acuerdo. Melancolía y alegría no son antónimos.
Felicidades también de mi parte por un texto con alma.
Muy hermoso. Sobre el alma humana un hermosísimo estudio que también se encuentra traducido al francés (no así en castellano):
K. König, ¨The Human Soul¨. Me quedo con tus palabras ¨¿En qué pienso? En todo y en nada. Siento. ¨.
Leyendo vuestros amables comentarios siento que se expande mi alma. Si algo se infla, es que existe. Así que va a ser que Josefina tiene razón.
Gracias.